La historia de El Capologist, que inicié al lado de Paco Virues, y al que después se sumaron Nacho y Santi Cervera, Juan Jiménez y Santiago Tomasi, ha sido increíble. ¡Quién nos hubiera dicho hace tres años que realizaríamos muchísimos podcasts, tendríamos tantísimas descargas y estaríamos emitiendo ininterrumpidamente durante más de 150 semanas!
Y entre tantas cosas inmensas dentro de El Capologist, una de las más grandes ha sido la relación con Conexión Autismo, que ha destinado un dinero para premios a los ganadores de nuestra liga fantástica VIP, cantidades que, a su vez, son distribuidas, según la decisión de los ganadores, en asociaciones que colaboran a ayudar a personas con Trastorno del Espectro Autista.
De esta manera, pudimos conocer a Albert y a su perro, Cachelo, parte del programa de la asociación Dogpoint (dogpoint.es), que se encarga de adiestrar perros para la asistencia de chicos con TEA. Conocer a Albert me llevó a recordar aquella generación de quarterbacks que significó una gran imagen para la NFL durante las dos últimas décadas del siglo pasado, y a desempolvar los apuntes que tenía al respecto.
Se trata en concreto de cuatro pasadores que, sumando esfuerzos, fueron incapaces de ganar una sola Super Bowl, aunque disputaron seis: Jim Kelly, Boomer Esiason, Dan Marino y Doug Flutie. Todos ellos compartían una cosa en común: un hijo diferente. El de Kelly padecía la enfermedad de Krabbe, el de Esiason tenía fibrosis quística, los de Flutie y Marino, autismo, aunque el del primero mucho más severo que el del segundo.
Los cuatro fueron muy importantes deportivamente para su generación. Marino fue el primer jugador en la historia en superar las 5.000 yardas de pase en una temporada, toda una hazaña en aquella época, en que se lanzaba el balón mucho menos que ahora.
Kelly llevó a los Buffalo Bills a cuatro Super Bowls seguidas, mostrando por primera vez el ataque no huddle que ahora utilizan prácticamente todos los equipos de la NFL.
Esiason fue el artífice de la temporada mágica de los Cincinnati Bengals de 1988, que solo pudo claudicar ante el espectacular avance que concluyó con un pase de Joe Montana a John Taylor en los últimos segundos de la Super Bowl XXIII.
Tras reescribir los libros de récords de la liga universitaria, Flutie no tuvo sitio en la NFL. Los expertos argumentaban que era muy bajito. Sin embargo, después de poner patas arriba la liga canadiense, fue fichado por los Bills, donde no solo salvó al equipo de la desaparición, sino que lo llevó dos campañas seguidas a playoffs, algo que, antes de Josh Allen, no pudo lograr ningún quarterback en veinte años.
Pero sus hazañas se multiplicaron por límites insospechados gracias a su trabajo fuera del terreno de juego. Todos hablaron abiertamente de la problemática de sus hijos, convirtiendo la NFL en una liga más humana, más cercana al aficionado medio, gracias a mostrar que también eran hombres de carne y hueso que sufrían como cualquier mortal.
La implicación de estos quarterbacks con la sociedad fue total. Ninguno dudaba en afirmar que las situaciones de sus hijos los habían hecho mejores personas. Jim lanzó la fundación Hunter’s Hope que, a pesar del fallecimiento de su hijo en 2005, sigue activa ayudando a todos aquellos carentes de recursos para afrontar una carga de este calibre. El que fuera quarterback de los Bengals fundó la Boomer Esiason Foundation para apoyar a la comunidad afectada por fibrosis quística. El pequeño astro lanzó la Doug Flutie Jr. Foundation, teniendo como estandarte los cereales Flutie Flakes, cuyas ganancias se dedicaron íntegramente a apoyar a chicos con TEA.
Mientras otras ligas profesionales americanas afrontaron enormes problemas a finales del siglo pasado (positivos en controles antidopaje, desencuentros laborales…), la NFL afianzó su posición de deporte número 1 en Estados Unidos. Se pueden buscar miles de motivos, pero creo que una de las principales razones fue la sensacional imagen proyectada por sus mejores jugadores, imagen que, curiosamente, en una liga de hombres duros, se aportó desde la debilidad.